
Hace tiempo que la población afgana dejó de confiar en una reconstrucción de su país guiada por tropas extranjeras. Encabezadas por Estados Unidos, estas no han parado de incrementar el grueso de sus fuerzas mientras el número de víctimas civiles, derivadas de sus ataques y de una situación inducida de inseguridad constante, crecía también. La Comunidad Internacional comenzó a irrumpir en Afganistán en el otoño de 2001. Las promesas de establecimiento de una gobernanza receptiva y legítima, la habilitación de infraestructuras, una mayor seguridad y un desarrollo económico sostenible se fueron desvaneciendo de forma progresiva.
Shukria Barakzai, miembro del parlamento afgano, señala que en el año 2002, con un número de tropas considerablemente menor, “el proyecto de desarrollo era muy acertado y la seguridad era mucho, mucho mejor que hoy”. En consecuencia, un mayor porcentaje de la población mostraba esperanza en un futuro mejor e incluso confiaba en que la OTAN y Estados Unidos pudieran contribuir a alcanzar los objetivos. Ocho años después, más de la mitad de la población afgana no considera la ocupación del contingente extranjero “favorable a sus intereses”, según concluye una encuesta realizada por ABC news.
El prestigioso corresponsal Stephen Kinzer señala que el problema afgano se afronta “como si únicamente fuera un problema militar”, dejando de lado, al menos en la práctica, el factor político y humano. El mensaje que la Casa Blanca proyecta al respecto está cargado de contradicciones. Resulta difícil entender que para “buscar la estabilidad y la paz en la región” y “no involucrarse militarmente, caminar hacia el desarrollo y la diplomacia”, la solución recurrente consista en un aumento de la inversión militar y su consiguiente despliegue de efectivos.
El soldado que deshace su petate en la región centroasiática no comparte costumbres, religión, ni idioma con la población oriunda que se encuentra a su llegada. El temor a sufrir un atentado terrorista es un factor más que influye en que el acercamiento que experimentan las tropas foráneas hacia los afganos –y por tanto el conocimiento de sus necesidades de primera mano- sea muy limitado.
El país es seco y rocoso, pero hay muchas llanuras y valles fértiles donde, aprovechando el agua de pequeños ríos y pozos, se cultivan frutas, cereales, algodón y por supuesto amapola para la obtención de opio. La etnia Pashtun vive en áreas rurales, a menudo fuera del control estatal, y representa casi el 50% de la población. Según apunta el corresponsal en Afganistán Anand Gopal, “la mitad del territorio del país es rural, principal motivo que impide a EE.UU derrotar a la insurgencia talibán”. Obtener el control de todo el territorio requeriría una cifra astronómica de tropas y una situación económicamente insostenible para el país del dólar.
El presidente Obama anunciaba a principios de este mes el envío de 30.000 soldados más a Afganistán. Su milimétrica táctica discursiva enfatizaba un más que difuso regreso del contingente para 2011 mientras difuminaba la confirmación del aumento de efectivos.
La experiencia dicta que un incremento de tropas va de la mano con un aumento en el número de bajas civiles; mientras estas, a su vez, conllevan que más familiares, amigos y vecinos se unan a los grupos de resistencia. Desde el inicio de la ofensiva en 2001, la fuerza aérea norteamericana ha sacudido el territorio con 14.049 toneladas de bombas, dejando atrás miles de civiles muertos, decenas de miles mutilados y más de 235.000 desplazados internos que lo han perdido todo. La responsabilidad ante estas cifras no puede simplificarse como ‘daños colaterales’. En Afganistán viven más de 32 millones de personas de las cuales, más de la mitad, es menor de 20 años y sólo ha conocido la guerra.
Thomas J.Barfield, profesor de antropología en el Instituto Americano de Estudios Afganos, apunta que no existe una solución fácil. El camino debe pasar por replantear qué necesita, qué podemos hacer, qué no podemos hacer, y cuál es la mejor forma de sacar adelante el país.